Niebla City
Marcelo Lillo
Santiago, Seix Barral, 2012
Por: José Ignacio Silva A
Por estos días el país asiste al jubileo de oro de Sábados Gigantes, ese incombustible espacio televisivo cuya data ocupa un cuarto de la vida independiente de Chile. Dentro de sus personajes más recordados se encuentra el “Chacal de la Trompeta”, una suerte de desgarbado verdugo que cortaba, en plena nota, las aspiraciones musicales del ciudadano común que iba a exponer al Chile televisivo dudosas dotes de cantante, a cambio de un premio en dinero o especies. Pues bien, valga esta mención, porque alguien debió haber hecho resonar el corno mientras el escritor chileno Marcelo Lillo (1963) redactaba, e interrumpir la escritura de Niebla City, su última y fallida entrega.
Antes de entrar en materia, algunas menciones para el sello que publica este libro, Seix Barral. Es extraño que una editorial, digamos, seria, publique un libro cuya solapa dice lo siguiente: “Marcelo Lillo estudió algunas cosas (¿?) y trabajó en otras tantas (¿?), hasta que el 2002 se dedicó exclusivamente a escribir. Vive en algún lugar (¿?) del sur de Chile” (los signos de interrogación son nuestros). Reiteramos, es raro que una editorial como Seix Barral caiga en ligerezas de esta laya, ya que, aún cuando ya haya sido hace años fagocitada por la multinacional Planeta, tiene un halo de prestigio que debiese intentar conservar, pero que se dispara en el pie al permitir la publicación de un libro que incluye una solapa tontorrona, empapada del amateurismo y la rebeldía pasada por agua propios de una autoedición.
Volviendo a nuestro autor, el caso de Marcelo Lillo se jalona por el fiasco que ha significado su involución como narrador. Desde que el año 2008 publicara una buena colección de cuentos llamada El fumador y otros relatos –conjunto que incluso le granjeó comparaciones tan generosas como equipararlo con Raymond Carver, patronos como el crítico español Ignacio Echevarría, e incluso se autocalificó, con una proverbial soltura de cuerpo, como “un caso excepcional en la literatura chilena”-, hasta esta Niebla City, el declive de Lillo ha sido ostensible.
Es posible, incluso, postular una comparación de Marcelo Lillo con Hernán Rivera Letelier, en esencia basada en el cuestionable ejercicio del autoplagio. El autor de La Reina Isabel cantaba rancheras ha mantenido el mismo molde para personajes y trama en la mayoría de sus novelas superventas. Lillo hace algo similar. En este caso los personajes son siempre iguales, hombres solitarios y víctimas del hado, que no hacen mucho más que esperar la muerte –mientras otros mueren alrededor–; y el escenario es siempre el mismo, Niebla o sus alrededores, decorado sureño donde estos hombres esperan la muerte, en cantinas a medio pudrir y desangelados cines de pueblo. Marcelo Lillo no se cansa de seguir escribiendo el mismo libro, aún cuando pretenda un vuelco en su obra, adoptando géneros que a las claras le quedan grandes como poncho. El mismo Marcelo Lillo que, en los momentos previos a que Isabel Allende ganase el Premio Nacional de Literatura 2010, dijera en La Nación, envalentonado tal vez por lucir la chapita de protégé de Ignacio Echevarría, que “a la pobre Isabelita ni siquiera alcanza la letra L de la palabra literatura”.
Retomando la historia de Niebla City, esta gira en torno a un asesinato, y los protagonistas son dos viejos dejados de la mano de cualquier dios, Viejo Pájaro y Fox, lánguidos habitantes del más anémico poblado de Niebla City. El lugar se ve sacudido por dos razones: primero –y literalmente- por el terremoto y maremoto ocurridos el 27 de febrero de 2010 en Chile (lo que es del todo irrelevante; la novela se podría haber ambientado en la Revolución Francesa o en la Guerra del Pacífico y daría lo mismo, tal como las antojadizas menciones a Shakespeare que abundan en el texto) y segundo por el asesinato de una prostituta que aparece degollada en un acantilado.
Volviendo al parangón con Rivera Letelier, esta novela de Lillo tiene un discurso infumable, desbordado de afectación y cursilería. Esto hace que la trama sea lenta, pesada y que exija harta buena voluntad para leerla hasta el final. Los diálogos entre Viejo Pájaro y Fox exasperan por momentos, por lo artificiosos, acartonados y ramplones. Una filosofía de baja estofa y pasada de rosca, bañada de una autoconmiseración asaz patética. Uno de los varios rasgos molestos de las conversaciones entre los dos protagonistas es que están plagados de muletillas (sin contar que pareciera que hablan como en Los Magníficos, Magnum o Scooby Doo, lo que notoriamente corresponde a la táctica de Lillo para que sus personajes parezcan tipos duros); por ejemplo, es muy frecuente que los personajes digan “eso lo sabes bien”, “eso se sabe”, “es sabido”, o utilicen fórmulas similares donde los hablantes asumen de todo. Además la trama, cuando no aburre, es risible. El ejemplo más claro de esto es que, de la noche a la mañana, Fox, ex policía y regente de un famélico videoclub, pasa a ser un proxeneta al mando de un team de esculturales y tiernas meretrices de ultra lujo. La descripción del oficio de chulo que aparece en el libro, pareciera haber sido conocido recién desde Google o mediante alguna referencia pop (series de TV, lo más seguro), y se presenta con contradicciones aturdidas: “Violé la regla básica de un proxeneta, la más importante: no acostarse con las chicas con las cuales trabaja. O a cuales explota, eso está mejor”. Entonces tenemos a Fox, el proxeneta repentino, también como un chulo con autocrítica, con conciencia moral.
La novela también presenta un pseudo trascendentalismo trasnochado y pueril, que, puesto en boca de los personajes, los reviste de una grandilocuencia contrahecha y chabacana, que deviene en moralina: “El destino es enorme, un animal hambriento, más hambriento que el océano que nos rodea y del que ya estamos hartos porque con su ruido nos recalca día a día que es más poderoso que los hombres ya que tiene la capacidad de aislarnos, y eso es más que suficiente para sumirnos en la desesperación que el abandono”; “Mira la niebla afuera, escucha el mar y levanta la cabeza para encontrarte con la lluvia. ¡Sal descalzo al patio para que sientas la humedad! Eso es lo que somos, de eso estamos hechos, de agua y barro, de neblina y desesperanza. Abandónate a ello y deja de jugar al valiente”.
Giros ridículos como los antedichos dan cuenta de que Lillo no domina ya no sólo el policial, sino derechamente la ficción de largo aliento, y también de que Niebla City es uno de los puntos más bajos y deplorables de la narrativa chilena en los últimos años, tal vez junto con la “pobre Isabelita”.
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Crítica a la Crítica o un trago de su propia medicina.
Por David Miralles
No he leído nada de Lillo, de manera que no tengo cómo juzgar si lo que José Ignacio dice es del todo cierto. Sin embargo, haber leído una crítica así de lapidaria me deja un mal sabor de boca. Hay algo que tal vez no sea fácil de definir que me violenta, algo que pareciera ir más allá de lo que una simple crítica, aunque sea negativa, debería ser. Una suerte de exceso y un regodearse en dicho exceso; como presenciar un apaleo, un acto de infame violencia en contra de alguien indefenso; algo que se adentra alegremente en el daño hacia el otro. Y, dado que he vivido ya tanto tiempo en otras culturas, alcanzo a percibir la profunda chilenidad de este gesto. Me parece pues, una crítica que tiene algo de repugnante por su alta dosis de agresividad. Puede ser cierto que esta novela sea tan mala como la describe José Ignacio, pero el mismo ha afirmado que Lillo es autor de una buena colección de cuentos con la cual debutó. Si ello es así, esta mala novela, no puede negarle los aciertos anteriores y, por lo mismo, no puede dar lugar a una descalificación tan rotunda y excesiva, decretando prácticamente su muerte como escritor en razón de su supuesta involución. Por otra parte, la propia extensión de la crítica y sobre todo el tomar como objeto de escritura (crítica) un libro malo resulta también algo sospechoso. Debiera creerse, además, que no hay una sola página rescatable en esta novela, todo en ella es malo. Este maniqueísmo también es raro. Por último, en el estilo del crítico, se perciben otros excesos, el esfuerzo de una prosa que busca cierta impostada elegancia, la recurrencia del epíteto no siempre acertado (¿puede un video club ser «famélico»?), no se conforma con decir que la novela presenta un «pseudo trascendentalismo», sino que este es además «trasnochado y pueril» como si un pseudo trascendentalismo pudiese haber sido en algún momento actual y maduro. Esta abundancia adjetival logra el efecto de autoanularse. Por último, la suposición del todo antojadiza de que el autor ha de haber aprendido sobre el oficio de “chulo” via google o en una serie de TV, cae francamente en la maledicencia y en el chisme barato. Hay también incongruencias teóricas en las parrafadas de José Ignacio, como cuando acusa que el discurso de la novela es desbordante de afectación y cursilería lo que haría que la trama resulte lenta y pesada. Pero cualquier estudiante de primer año de literatura sabe que no se puede establecer una relación inmediata entre un elemento discursivo como serían estos elementos afectados y cursis, con un problema a nivel de la historia como sería la trama. En consecuencia, es dudoso que la afectación y cursilería sean las causantes de la lentitud de la trama. Ahora, la otra alternativa es que el crítico se haya estado refiriendo a otra cosa, lo que lo dejaría aun peor.
Y una última reflexión. Se afirma que Lillo supuestamente “no se cansa de seguir escribiendo el mismo libro” como si esto fuera algo sí mismo condenable. Es posible que en esta novela haya fallado miserablemente, pero si ha escrito algunos buenos relatos antes, no podemos decretar apresuradamente su “involución”. Toda literatura está hecha de marchas y contramarchas y es posible que Lillo nos sorprenda gratamente con algo mejor en el futuro. Todo esto porque en esta crítica se hacen juicios que exceden largamente el ámbito de la novela en sí y se dirigen sobretodo, y más que nada, a la persona del autor.
Un crítico para merecer respeto debe ejercer su oficio con menos pathos y la cabeza más fría.